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Tal es su Oriente
Oriente, “tierra de la mañana” dijo el viejo ciego. Una palabra que cobija en su interior otra de increíble valor (oro). Ambas, desde tiempos pretéritos, han sido soñadas. Las acuarelas de Vladimir Merchensky nos sumergen en la fascinación que alguna vez impulsó a Marco Polo en su travesía (o a Cristóbal Colón en su búsqueda irresoluta), y en los imaginarios que describe el medievalista Jacques LeGoff para los siglos X – XIII:
“El océano índico (…) es el receptáculo de los sueños donde se liberan los deseos insatisfechos de la cristiandad pobre y amordazada: sueños de riqueza ligados a las islas de los metales preciosos, de las maderas raras, de las especias (…), sueños fantásticos poblados de hombres, de animales fabulosos y de monstruos; sueños de opulencia y de extravagancia, forjados por un mundo pobre y limitado; sueños de una vida diferente, de la destrucción de los tabúes, de la libertad frente a la moral estricta impuesta por la Iglesia”.
Inclusive estas imágenes pueblan poemas del romanticismo inglés. Bien podría asemejarse el onírico palacio de Kubla Khan pensado por Coleridge a las Persias de Vladimir (¿habrá soñado este último el castillo como lo hicieron el poeta y el emperador? “Quizá la serie de los sueños no tenga fin“). Oriente atraviesa sus obras: encontramos por doquier referencias a Babilonia (Tiamat Perdés, 2014), China (su muralla) y la India.
Es más, el punto de partida de la muestra, una maqueta de Las Mil y una Noches, sugiere otro elemento propio de Oriente. La sensación de lo inmemorial. La eternidad. O como menciona Borges, “el infinito y una noche más”. Capaz lo que vemos es un fragmento de aquellos cuentos dentro cuentos, una fábula nocturna que regaló otro día a Scherezada.
El vaivén
Los colores fuertes pero a su vez demacrados, resaltan lo exótico y delicado del ilustrador Merchensky. En la saturación, sin embargo, también encuentran lugar ecos latinoamericanos, donde difícilmente hay un punto de fuga. El ojo se pierde en el color que vibra.
El acuarelista describe su trabajo como “naif” pero también oscuro: “estoy permanentemente buscando una sombra, una mugre que perjudique, que corrompa ese color”. Es así en “48 paisajes para una despedida” (2013) donde una niña sola en trasfondos itinerantes, despide 48 veces a una misma bandada de pájaros. La extrañeza de lejanas montañas no inquieta como las pinturas de de Chirico, sino que se tiñe de una agridulce melancolía.
Su pintura y la universalidad de sus temáticas rememoran en cierta medida a Xul Solar. Dioses aborígenes como Ometéotl (2013), minotauros, un dragón expectante y el Caballo de Troya se pasean por los papeles. No obstante, sin buscarlo, se conjuga la ambivalencia en estas figuras míticas: Ometéotl puede ser padre y madre del Universo; el dragón es emblema del mal pero también guardián de tesoros escondidos; el minotauro se ha descrito como un solitario, pero en los cuadros, encuentra compañía, y el Caballo de Troya fue un regalo pero también una amenaza.
Este vaivén, entre contornos sombreados y luz, rige la exposición. Las tintas y acuarelas de Vladimir Merchensky nos acercan a la lejana impresión de que en nuestra memoria siempre existió la concepción de eternidad.
Bibliografía consultada:
Anónimo. Las Mil y Una noches. Barcelona: Planeta, 1995.
Borges, Jorge Luis. Siete noches. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1980.
Borges, Jorge Luis. “El sueño de Coleridge” en Otras Inquisiciones. Buenos Aires: Alianza, 2002.
LeGoff, Jacques. La Civilización del Occidente Medieval, Barcelona: Paidós, 1999.