Para hablar de la obra aquí expuesta creo conveniente recordar primero un discurso de Borges acerca de la estética de las palabras publicado en el volumen 'Siete noches', donde citando a otros pensadores, nos dice que cualquier libro digno de ser leído encierra un número infinito de sentidos, que en cada libro existen tantos libros como lectores tenga, y que incluso para un mismo lector el texto cambia ya que el lector cambia, pues también el texto es el cambiante río de Heráclito.
Esta fatalidad de la poesía se aplica en la pintura con idéntica fuerza. El hecho estético vuelve a inaugurarse y sorprendernos en su profundidad. Cuántas imágenes en apariencia sencillas nos envuelven en una emoción inusitada, sin previo aviso en un momento cualquiera.
Esta vez en un algo que era casi nada. Esta vez pareciera que el cielo y las figuras no están pintados con acuarelas, sino que son de acuarela. Ailén maniobra la luz de sus escenas y una paleta de grises de singular riqueza para dar lugar y espacio geográfico a la soledad. Gracias a esto, ya en el primer encuentro distraído, sus obras nos asaltan sin atisbo de violencia. Nos acechan con un suavidad inusitada y quedamos a su merced sin haberles dado ningún tipo de permiso. Como 'aquellas pequeñas cosas' que cantaba Serrat, a nuestro pesar ellas nos hablan en voz baja de algo que ya no está.
Y en esa voz reside su mérito mayor. Comprender la ausencia como argumento artístico exige una madurez psicológica particular, y Ailén sin duda la tiene pese a su juventud. Como corolario, hay además la necesidad de encontrarse, de orientación o introspección trashumante, con la virtud de haber excluido el reclamo o cualquier tipo de demanda. Así, su pintura es un manifiesto poético de autosuficiencia. Cuando imaginamos el porvenir de su imaginería no podemos menos que sentirlo avasallante.
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Aquí una selección de su reciente producción: