La pintura no necesita de la palabra
Todo es un juego
Una colega y amiga entrañable publicó recientemente en las redes una pintura y con su alegre ánimo lúdico pidió al público que le ayudara sugiriendo algún título. Disparado el juego, uno de los participantes dijo que, en su opinión, “el título es el recorte más importante que puede tener una obra” y que por tal motivo no lo dejaría librado a alguien “ajeno a la producción del trabajo”; seguidamente agregó que no se puede “pensar, ver, conocer un discurso visual sin la lengua” y cerró diciendo “lo que no existe en el campo de la lengua, no existe en el campo de las ideas, del pensamiento, del comportamiento entero; no existe”.
Se me puede acusar de habitar lugares comunes y brutalmente subjetivos, pero no pretendo hacer vanguardia filosófica; esto que expongo es algo sufrido desde la profesión –docente y artística– y es una idea que voy viviendo con más que un par de neuronas y lecturas. Soy consciente que mis argumentos no son todo lo sólidos que quisiera, pero aunque suene arrogante escribo acá una intuición plena –holística, si cabe el término; más física que intelectual–: que alguien se crea la mentira mercantilista de una necesidad de la palabra para “iluminar” una pintura –o un artista, o cualquier discurso estético– me DUELE por donde lo mire. Yo siento que estoy en la otra vereda, pero prefiero empezar por preguntar.
¿Es la palabra tan importante para la obra?
¿Un título siempre es un recorte?; verlo como un “broche de cierre” ¿es la única o mejor manera de concebirlo?
¿Está ajeno a ese discurso el perceptor a quien se le pide ayuda verbal explícita? En el acto de percibir ¿cuán ajeno puede permanecer un perceptor de un discurso visual percibido?
No subestimar al lector
Siento que este juego de "poner títulos" no cierra nada; que sólo es una manera como cualquier otra de inducir al espectador para que vuelva a recorrer la pintura, y como –a partir de muchos condicionamientos económicos– perdimos bastante la capacidad de comprometernos y dedicarle algo –una mirada, un rato, un poco de nosotros– al discurso ajeno a menos que aparezca una “utilidad” –un para qué–, entonces el artista inventa una excusa y nos dice “háganse un tiempito para mirar esta pintura PARA ponerle un título”. Exagerando un poco, puedo pensar que esta actitud es casi lo que distingue al arte contemporáneo; en general el artista de nuestro tiempo hace rato que no busca un mensaje que baje línea, autoritario, porque entendemos la comunicación como fenómeno mucho más complejo que aquel lineal diagrama de “emisor-mensaje-receptor” –Umberto Eco, ya sabemos, expande esta idea con el concepto de obra abierta–, y se evita subestimar al espectador –sacarlo de aquella supuesta pasividad– sugiriendo, desvaneciendo, etc.
Vengo medio cascotiáu por los teóricos y críticos de nuestro mesquino mercado de arte local, que –en mi opinión, y considerando ya la orientación que tomó esta disciplina en el IUNA donde más joven quise formarme– le dieron excesiva importancia a ese bendito “abstract” que pareciera ser la herramienta más poderosa para “justificar” la obra. Estoy harto de ese absurdo sobrevalor a los textos y los “anclajes” en la palabra. Como si existiera una "exactitud" en la palabra.
Pensar es traducir, traducir es traicionar
Estoy convencido hasta ahora –por experiencias más emocionales que intelectuales que fui registrando como testigo con estudiantes de distintas edades, credos, backgrounds– que un discurso artístico cualquiera –teatral, plástico, musical, incluso por supuesto literario, etc… un discurso estético– no es mejor que otro. Que cada lenguaje es contenido y continente, y ninguno niega al otro ni compiten, y cuando alguien trata de llevar un mensaje de un lenguaje a otro sólo genera un nuevo discurso y muchas veces una “mala traducción”. Disiento totalmente con la afirmación “lo que no existe en el campo de la lengua, no existe” porque esa “traducción” a palabras es OTRO fenómeno estético, posterior a la emoción.
Nuestro pensamiento está condicionado por la lengua que nos trae –como un lento vagón de tren– esas ideas al plano de lo consciente; hasta que no llegó Saussure a avisparnos en esta cuestión, no sólo dábamos por inamovible ese armazón sino siquiera lo cuestionábamos. Gracias a los lingüistas, aprendimos que la lengua es una estructura más, y condiciona como cualquier estructura; casi es una institución y nos costó muchísimo hacerla visible. Por suerte tenemos al arte para cuestionar y “patearle un poco el trablero” a su pretensión de sentido y exactitud. Un discurso estético puede modificar o desestimar las estructuras; el arte es una herramienta auténtica para quebrar los armazones sobre los que construimos pensamiento. Según la ya inocente mirada racional de la modernidad parecía ser que esa lengua era la única herramienta válida para traer el pensamiento al plano de lo consciente y que lo demás era metafísica o paja, o una simple cuestión de fé. Hace ya bastante que muchos teóricos empezaron a prestar atención a la construcción y percepción del discurso artístico. Yo siento que en términos comunicacionales es una herramienta incomparable a la lengua, mucho más amplia que ese lento vagón; tanto que no alcanzo a imaginarla porque la intuyo infinita, inconmensurable.
Volver a la autonomía de la obra
Una pintura es autónoma y no necesita ninguna traducción en palabra. Borges –por citar a un teórico dilecto– ocupó más de un ensayo en hablar sobre la estética de las palabras, entendiendo que no son más que eso, un fenómeno estético sin más valor que cualquier otro fenómeno estético. A la pintura no le hace falta la palabra. La “lectura correcta” es una ilusión moderna ya demasiado inocente. Que cada quien le ponga las palabras que se le canten; que jueguen y que participen. El título va a ser ACCESORIO a la pintura. Lo mismo que el texto del crítico en el catálogo. No estoy pidiendo que no existan, sino que no se ubique a esta “palabra” por sobre la obra.
Si volvemos a la cuestión del título mi ideal es aquél que abre. Es el título que con lucidez –mediante juego, ironía, humor, sinsentido, provocación, mentira– hace visible otro punto de vista, y cuestiona y repregunta. Como el discurso de los boleros, que exageran el drama pero en su exageración se sospecha algo como un “no me tomes tan en serio”. Un título así sería como un sacacorchos –o un abrelatas–, que no recorte nada y extienda la posibilidad de conmoverte; que “alargue” la experiencia vivida cuando te llegó el mensaje visual al mate. El título no es tan importante porque NUNCA es autónomo; el discurso visual sí. No necesita de nada ni de nadie... ni título, ni medidas, ni técnica, ni año de “fabricación”, ni modo en que fue pintado, ni anécdota previa, ni currículum de su autor, aparición en catálogo o crítica de ningún periodista para dar a conocer su verdadero valor.
El valor de la obra
¿Cómo se define justamente ese valor? Cada sujeto le da valor a una obra desde su experiencia, y ningún valor, ninguna experiencia es más o mejor que la otra; son múltiples, felizmente diversas, individuales. No se trata de un valor económico –ni es un valor para medir, no es cuantificable– sino de una potencia intrínseca para conmover los sentidos. Por supuesto que hay motivos económicos, políticos, sociales, etc., para CREAR un modo de percibir y manipular, o mejor dicho hay maneras de aprovechar ciertos “principios de percepción” –estudiados, obviamente, por la psicología de la Gestalt– de pretensión universal; sospecho que siempre existieron esto motivos como la misma necesidad de poder en la especie humana. Aunque suene a retórica barata, no es lo mismo valorar que poner un valor; valorar es percibir comprometiendo el ser, o si se me permite la metáfora, es permitir que llegue ese estímulo a mí estando yo lo más desnudo posible, lo más indefenso y abierto. Es permitirme sentirlo con todo mi YO. A priori, entre el discurso y el perceptor no hay palabra (ya sea título o pensamiento). En ese acto de percibir un discurso visual, la palabra –salvo que un título haya sido explicitado previamente– todavía no entró a jugar ningún papel, el perceptor se conmovió –un efecto háptico a partir de un estímulo óptico– sin que mediara ninguna palabra explícita en su cabeza –conciencia, mente o como se la quiera llamar–.
Cada cual con su mochilita
Y sobre la idea del perceptor como alguien ajeno a la producción del discurso, pienso que el mensaje no se nutre de la mirada subjetiva del espectador –esa mirada no altera el discurso en su forma física ni lo condiciona a priori, en su construcción, en su etapa embrionaria– pero hay dos cuestiones sutiles a las que prestarles atención: por una parte el perceptor, cargada ya su mochilita de experiencias que lo condicionan en el acto de percibir, suma a esa mochilita esta nueva experiencia que a su vez condicionará las futuras percepciones. A su vez, en el mismo acto, la mochilita es el recipiente limitante para el acceso al percepto; la mochilita nos hace víctimas de un exclusivo punto de vista o mejor dicho una parcialidad de ese discurso. No tenemos acceso –nadie lo tiene– a la verdad objetiva/absoluta de ese discurso. El mensaje no se nutre de ese subjetivismo pero desde el punto de vista del espectador se formula –o adopta una forma– a partir de él mientras al mismo tiempo lo modifica. En un complejísimo proceso dialéctico que creemos lineal –como intuimos lineal al tiempo–, ambos son padre e hijo del otro; origen e interlocutor válido. No sólo el discurso visual, sino todos los discursos.
Idealmente, el artista no está pendiente o dependiente de mochilas ajenas cuando está construyendo el discurso; está presente, sí, su propia mochilita, pero no por elección, sino porque esa mochila es condición sine qua non para SER en el mundo –nadie puede producir sin mochila–. Pero, a diferencia de un diseñador gráfico funcionalista midiendo a su público objeto, hay mucho más en juego: es una persona atravesada por sensaciones o intuiciones que genera un discurso con el deseo de comunicar algo inexplicable, y este discurso desencadenará también sensaciones felizmente diversas en cada perceptor. Sensaciones, no palabras.
La bendita pregunta por el arte
¿Qué sensaciones? Hace ya mucho tiempo que se abandonó el concepto de bellas artes, y se dice que el arte busca conmover o provocar, de cualquier manera, y a veces a cualquier precio: por medio de un orden, un desorden, un sentido o sinsentido, a través de lo grotesco, lo monumental, lo mínimo, lo trágico, lo caótico, lo pobre, lo anémico, lo vandálico, lo obsesivo, lo subversivo, lo inútil, lo remanido, lo absurdo, lo insulso, lo obvio, lo trucho, lo sinsentido, lo que sea. Pero aunque no podemos definir siquiera el objeto “arte” y mucho menos esas sensaciones, por lo menos intuyo que ese discurso sólo comienza realmente a existir cuando fue compartido; cuando llegó, impactó, devino estímulo en el perceptor –en ese idealmente desnudo y comprometido “otro”–. Cuando le pegó así, todavía no existía la palabra.