Entrevista en la revista "El Gran Otro"
«No hay pintura sin política»
Por María Fernanda Noble
Al observar las obras de Vladimir Merchensky, resulta fácil abstraerse de la realidad, la poesía fluye sobre paisajes solitarios y edificios de arquitectura morisca. Sin embargo, también se puede leer en su obra un lugar donde el artista se planta con rebeldía. El hacer artístico de Vladimir se encuentra articulado a la docencia, en un enclave político que el propio artista se encarga de acentuar. Desde Marcel Duchamp hasta fines del siglo pasado, la práctica artística fue una constante transgresión y hoy el arte se volvió posautónomo. En medio de este escenario, el artista despliega su trabajo, trayendo reminiscencias, huellas del pasado, buscando, sin darse cuenta –como dice Néstor García Canclini– «la inminencia de una revelación que no se produce». A fines de 2010 abrió la Escuela de Acuarela TantaTinta. En Buenos Aires es un exponente original de la acuarela contemporánea.
Durante tu trayectoria artística dictaste clases de acuarela a personas de todas las edades, ¿qué aprendiste de esa experiencia?
Una pintura es un fenómeno de comunicación y la comunicación implica siempre una relación de poder, ergo, no hay pintura sin política. Pero quizá en el diálogo más sincero del artista con su obra haya algo que trasciende esa mezquindad. Hay generaciones enteras de artistas que hacen foco en el arte en tanto producto del zoon politikon; yo me hice más amigo del arte en tanto barro del homo ludens, el arte audaz de los niños y los «adultos mayores», donde no pesa el miedo al juicio ni la especulación por el otro. Están pintando, cantando, bailando, actuando en el presente, desde una pulsión primaria –un instinto, una intuición– y habitan un mundo auténtico donde lo importante es el proceso y no el resultado. Por eso es tan maravilloso su resultado.
¿Cómo es el proceso de producción?
Mi punto de partida puede ser muy diverso: un concepto –recuerdo o sueño–, una imagen de referencia, un dibujo bien suelto y expresivo, o una mancha –ésta última es la opción más interesante ya que en la acuarela la presencia de ese gesto protagonista va a persistir hasta el final–. Me interesa que el resultado tenga un clima, una carga psicológica o mítica, pero evitando excesos retóricos.
Yo trabajo la acuarela por capas –por momentos de agua– y así la enseño a mis alumnos. A grandes rasgos se puede hacer un envejecido o mancha inicial, luego un dibujo proyectivo, después se pueden hacer envejecidos sectorizados, más tarde el trabajo de sombras, posteriormente la cromática y finalmente las texturas y ornamentos en seco. Pero cuando se adquiere esta fórmula hay que destruirla, porque un orden tal encadena la verdadera creación –Stephen Nachmanovitch lo plantea de manera muy bella en su libro Free Play–. Supongo que es inevitable reiterar un ritual buscando pulir un método, pero creo que es importante cuestionar y hacer una revisión permanente de esa experiencia para dejar que participe algo más trascendente o ambiguo; ese ánimo lúdico, anárquico y caprichoso que aporta la verdadera parte creativa. Es un gran desafío para el profesional mantener esa frescura, esa inocencia de niño de la que hablaba recién, mientras se ocupan los cinco sentidos en habitar el presente y pintar una patada para la retina.
Tu estilo llama la atención porque no parece acuarela…
En occidente, con breves excepciones previas como Durero o Hans Bol, la acuarela recién tomó fuerza a partir del 1800 en el preimpresionismo inglés –Academia del Dr. Thomas Monro, Royal Watercolour Society– que se ocupaba de la fugacidad y temperamento de la naturaleza. Pero fuera de estos ápices, fue una técnica adoptada como hobby por la aburrida alta sociedad europea que se ocupó de bastardear su uso en estudios de bucólicos paisajes o bodegones insípidos. De ahí que tengamos este prejuicio sobre su falta de contraste.
Por otra parte, mi acuarela no es purista. La acuarela es transparente por definición; cuando se pierde la transparencia se transgrede la técnica y se vira hacia el gouache o temple. Si deseo una claridad, en lugar de agregar blanco debo reservar el del papel; si deseo una sombra oscura no puedo usar demasiado negro porque se pierde el trasluz y se ensucia el color –para evitar esto un tal William Payne inventó un gris que lleva su nombre–. Mi formación con Gorriarena me hizo buscar más contraste y saturación, y elegí así la tinta negra a la perla para las sombras y las tintas al agua –que son menos nobles por ser anilinas– como última veladura cromática para subir la intensidad.
¿Cuál es la importancia que los acuarelistas le dan al papel con el que trabajan?
Mucha, para su máxima capacidad expresiva, la acuarela exige un papel donde no solo importa la fibra con que está hecho, sino el apresto de su superficie –que optimiza la absorción del agua–. Lleva tiempo al aprendiz comprender que ese encolado condiciona toda su acuarela; su anclaje, su definición y la calidad de sus efectos. Generalmente la industria aplica este acabado solo en los papeles cien por ciento algodón –aunque hay excepciones como el Guarro–. Existen muchísimos papeles que dicen ser "para acuarela" pero no tienen esa delgadísima gelatina que hace toda la magia; un papel de mi preferencia es el Torchon, de Arches.
¿A qué edad empezaste a pintar con acuarelas y cómo fue tu formación?
Yo pinto con acuarelas desde muy chico; a los nueve años firmaba algunas con aire presumido. Usaba unas pastillas escolares de la Alemania occidental. Por esa edad editábamos mi hermano y yo una revistita en el pueblo patagónico donde vivíamos. Cuando llegué a Buenos Aires, ya adolescente, mi mentora Marta Rodríguez Carrera me enseñó la línea de estudio Cotman en el ciclo básico de arquitectura de la UBA y me dijo, «vení a dar clases conmigo el año que viene; tenés que ser docente». Eso me marcó; tenía 18 años, cursaba las cinco materias de Diseño y las ocho de la Pueyrredón. Pero la situación económica se complicó y elegí quedarme en Bellas Artes para ganar dinero en algún trabajo de contraturno. Al año siguiente apareció el IUNA donde cursé cuarenta y ocho materias, pero no termine la carrera porque me agotó. En el medio me puse una escuela de cine con unos amigos porque la bohemia heredada me espantaba, mi padre fue hippie en Los Ángeles de los sesenta, imaginate; y yo quería ser empresario, al tiempo me casé y dejé de estudiar. Cuando me divorcié terminé Diseño Gráfico y cursé un año de Bandoneón en el Conservatorio Manuel de Falla. Después hice la mitad de la Licenciatura en Educación para las Artes Combinadas en la Universidad Nacional de Lanús, pero empezó a irme muy bien con la escuela de acuarela. De todas maneras, seguí en contacto con la universidad y pude hacer carrera ilustrando y diseñando los libros y colecciones que allí editaban.
¿De dónde salen esos seres fantásticos que aparecen en tus obras?
Son el resultado de mis ganas de escapar de lo cotidiano. Hay algo de la mística patagónica, y algo del mar de Brasil; en mi infancia hubo mudanzas importantes. También está el tango de mi viejo exiliado. Y mucho de la literatura de cuando era chico, como Julio Verne, Tolkien, El mundo perdido, Colmillo Blanco, La isla del tesoro, la colección Robin Hood, los Elige tu propia aventura; en casa no hubo tele así que leíamos mucho.
En una época pinté paisajes de profundas noches estrelladas donde no había gente, con unas ganas grandes de no estar en el ruido de todos los días. Y ahí fueron apareciendo figuras que habitan lugares de fábula, de cuento o de infancia.
La paleta que empleás denota mucha fuerza, tus obras no pasan inadvertidas...
Sí, hay una necesidad de seducción, de llamar la atención, y eso es síntoma de mi inmadurez y soledad estructural. Yo me reconozco una persona muy inmadura, no en lo laboral pero sí en lo emocional. Me case y separé joven, tuve varias convivencias, fui muy desordenado en mi vida afectiva y eso se nota. No solo en los colores a todo volumen, sino en las texturas y detalles; no hay descansos, o incluso el descanso tiene pretensión de seducción.
Fijate que los artistas que me gustan: Hundertwasser, José Gurvich, Laurie Lipton, Ludmila Curilova, Audrey Kawasaki, Boris Indrikov, Alfons Mucha, Pui Mun Law, Benjamín Lacombe, Jim Flora, Klimt, tienen obras muy cargadas, donde vos podés recorrer y sumergirte en una lectura por capas como la estructura de los fractales. Y cada lectura te descubre nuevas piezas como los engranajes de un viejo reloj de cuerda.
Si pinto una figura, un protagonista, necesito un alter ego que dialogue con él y lo contradiga y refuerce, y también un tercer elemento y un cuarto, etc. Las obras que más me interesan tienen ese juego. Habrás notado que la psicología es una laguna grande entre mis pasiones, junto a la música y la pedagogía.
Ya que nombrás la pedagogía, tengo entendido que tenés más de noventa alumnos en TantaTinta, tu escuela. ¿Querés contarnos alguna práctica del taller?
Cuando alguien nuevo llega al taller, llega con una exigencia enorme, a veces esa persona colapsa cuando le digo que su primer trabajo es absolutamente libre. Paradójicamente, este «hacé lo que quieras» parece un ejercicio de sadismo docente. Para el adulto de nuestra sociedad esta consigna maldita es un martillazo que genera una angustia abrumadora. Pero yo lo siento un ritual iniciático y esotérico. Si supera la prueba el héroe obtiene un tesoro: el permiso de su propia conciencia para inventar nuevos mundos.
La obra de Vladimir está más allá de la descolocación, la transgresión, el inconformismo y más cerca de la política, aunque sus raíces se hunden en la eterna poesía que interroga.
Formado en el color por Carlos Gorriarena, y admirador de los textos de Arnheim y Dondis, aplica el mismo método analítico para redactar material didáctico donde sienta las bases de una gramática de la acuarela, basada en lo que llama “Valorsimo Sintético”, una propuesta de representación espacial no proyectiva ni reversible, que resulta simple y didáctica para el trabajo académico. Hoy viaja dictando seminarios y está escribiendo un manual de acuarela contemporánea que busca ampliar el abanico expresivo de esa técnica, cuestionando el estereotipo naturalista que habita en el prejuicio colectivo.